Las puertas del cielo

(Con motivo del 75 aniversario del inicio de la Guerra Civil: 18 de julio de 2011)
Hace ahora exactamente 75 años se abrieron de par en par las puertas del cielo para quien quisiera cruzarlas como vasco por primera vez en la historia milenaria de este pueblo. Con el estallido de la guerra civil española, los vascos se situaron en bandos opuestos, como repitiendo de nuevo, al cabo de tantos siglos, contiendas medievales por el honor de un rey. Solo que entonces no había pendones reales a quien seguir sino algo mucho más grave y trascendental: las puertas del cielo que iban a cruzar los que por cada bando murieran entonces, bien en el frente de San Marcial o de los Intxortas, bien en las retaguardias, tirados en la cuneta, tras el paseíllo, o bajo los cascotes, tras un bombardeo. Una puerta iba a ser la de siempre, la española, la otra era nueva, inédita, no por anunciada menos inesperada: la vasca.
La guerra civil española, con su correspondiente versión en suelo vasco, fue el mayor descalabro social y político vivido aquí en la época contemporánea y solo la aparición de ETA y su reguero de muerte, destrucción y desplazados a cuentagotas ha recordado, aunque a escala mucho menor, menos mal, lo que pudo ser otra hecatombe como aquella. El hecho es que dejó sus secuelas hasta hoy mismo, cuando todavía hay quien pide que alguien de entre los vivos actuales pida perdón por aquello. La ley de reforma política española que dio lugar a la Constitución de 1978 quiso dejar zanjado el asunto de las responsabilidades y los historiadores profesionales tienen demostrado que el País Vasco no fue especialmente castigado por las consecuencias de la guerra civil, sino que en España hubo otras zonas que padecieron mucho más cruelmente el conflicto y la posguerra: en las provincias de Burgos o Valladolid fueron asesinadas por los sublevados, en cada una de ellas, más personas que en todo el País Vasco; y si nos vamos a provincias como Zamora, Huelva o Sevilla, los miles de asesinados entonces, en cada una de ellas, superan en varias veces la cifra de todo el País Vasco.
Quienes piden que la derecha española actual, en la que obviamente no hay nadie de los que gestaron el conflicto y nos llevaron a la catástrofe, pida perdón por lo que hizo Franco suelen ser los mismos que, a cambio, no creen que se deba pedir perdón por atrocidades mucho más recientes, que aún están frescas en la memoria de los ciudadanos y de las que están vivitos y coleando sus ejecutores y colaboradores.
El nacionalismo vasco tuvo que tomar en la guerra civil la decisión más trascendental en toda su historia: luchar por la patria vasca o por la religión católica. Porque es sabido que el fundador del nacionalismo dejó escrito en Baserritarra que el movimiento impulsado por él “solo por Dios ha resonado”. Pero eso lo dijo después de dejar bien claro que España ni había sido ni podía ser católica. Y Azaña, el último intelectual-político de la historia de España, a Dios gracias, se lo corroboró al comenzar la II República, diciendo aquello de que “España ha dejado de ser católica”. Sin embargo, los requetés que invadieron Gipuzkoa en los primeros meses de la guerra al mando del coronel Beorlegui llevaban el escapulario al pecho y capellanes dispuestos a celebrar misa en cualquier momento de la ofensiva, pero la puerta del cielo que ofrecían era española y no servía para el vasco. Ramiro Pinilla nos cuenta, en el onírico y espeluznante capítulo (200 páginas) que termina con la caída de Bilbao y que cierra el segundo volumen de “Verdes valles colinas rojas”, cómo muchos gudaris se pasaban al bando requeté para salvar el pellejo en medio de la batalla. No les importaba entrar en el cielo por la puerta española. Pero a sus dirigentes sí les importaba, y de qué manera.
Fue un navarro, Irujo, junto con Ajuriaguerra y Aguirre, el que decidió que la única garantía de que hubiera puerta vasca en el cielo era el Estatuto de Autonomía. Interpretaron así, fielmente, el mensaje de Sabino: sin Patria no hay Dios para los vascos. Anacleto Ortueta, conspicuo nacionalista, alejado de la ortodoxia sabiniana para fundar ANV, que antes de estallar la guerra civil había escrito sus obras históricas reivindicando la centralidad vasca para Navarra, y que es hoy referente del paradigma navarro dentro del nacionalismo vasco, cuando vio constituirse el primer Estado vasco moderno volvió al seno del nacionalismo y desempeñó diversos cargos bajo el gobierno de Aguirre.
Y todo eso solo lo pudieron facilitar los socialistas. Ellos mandaban entonces en Madrid. Prieto era poderoso en las Cortes y allí puso en manos de Aguirre el Estatuto para lo que quedaba de País Vasco tras la invasión requeté. Sin los socialistas nada de eso hubiera sido posible: le hicieron al nacionalismo el gran favor de su historia, dejándole toda la iniciativa y facilitándoles el cumplimiento de todo su programa, aunque solo fuera por nueve meses. Pero qué nueve meses. Aguirre desplegó todo su talento y su carisma y en tiempo récord construyó el primer Estado vasco moderno de la historia. Y encima otro socialista, consejero del Gobierno vasco, Santiago Aznar, fue el que convirtió la ikurriña, hasta entonces bandera particular del nacionalismo, en bandera oficial de Euskadi.
Navarra, que por historia podía haber sido el aglutinante del Estado vasco moderno, abriendo así las puertas del cielo por primera vez a los vascos, se quedó sin esa gloria, quizás para siempre. Tuvieron la Asociación Euskara, tuvieron a Campión, tuvieron un movimiento cultural que rescató todos los hitos históricos vascos, fomentaron el euskera antes que nadie. Pero, para su desgracia, en su territorio jamás habría surgido un movimiento nacional como el bizkaitarra: le faltaron los maketos.

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