MATRIOSKAS A LA VASCA

Las metáforas son esenciales para construir el relato de la historia. La de la línea del tiempo nos encanta porque nos lleva en volandas a través de los siglos. La de las muñecas rusas, en cambio, responde a una razón más estructural y estática: el llamado “problema vasco” es parte consustancial del “problema de España”; y es inútil pretender solucionarlo escogiendo una sola de las muñecas y dejando el resto: las matrioskas van siempre juntas, unas dentro de otras.
La primera matrioska, o la última, según se mire, es la “izquierda abertzale”. Todos sus gestos desde que está de vuelta en el poder, empezando por la camiseta de Amaiur que lució Garitano, curioso anticipo del nombre de la coalición electoral a las generales del 20-N, y pasando por la espantada en la visita de los Príncipes a Donostia, responden a las premisas del nacionalismo fundacional. El nacionalismo radical actual es la viva imagen del nacionalismo vasco en su versión primigenia: basta quitar a Jaungoikua y poner en su lugar el mítico igualitarismo primitivo vasco, transformado en socialismo revolucionario, ya desfasado desde la caída del muro de Berlín. También el primer nacionalismo condenó la conquista de Navarra por Fernando el Católico, por aquello de las bulas falsas. Y para entender lo de la visita de los Príncipes, no hay más que leer el artículo “La invasión maketa de Gipuzkoa”, que fue la puntilla para cerrar definitivamente la primera publicación nacionalista, Bizkaitarra. En aquel artículo se tachaba de invasores tanto a la familia real como al último de los veraneantes que por entonces, estamos en 1895, venían de vacaciones a las playas que hay entre Deba y Hondarribia. Todos en el nacionalismo radical sienten veneración por la figura del primer Sabino Arana, el de la pureza identitaria, el del rechazo visceral a España. Pero el prócer nació en Abando, qué le vamos a hacer. Pamplona-Iruña reunía todos los requisitos para haber sido capital de Euskal Herria, pero la gloria nacionalista se la llevó Bilbao. La izquierda abertzale se quiere llamar Amaiur ahora, en un festival de etiquetas políticas que parece no tener fin, y con ello quieren perseverar en la vieja senda del nabarrismo abertzale. Anacleto de Ortueta fue el que empezó todo eso, buscando las esencias históricas nacionalistas en Navarra, desmarcándose del PNV para fundar la original ANV. Pero Ortueta, como todos los vascos de entonces, fueran o no nacionalistas, no pudo resistirse al carisma de José Antonio Aguirre y cuando éste le llamó para arrimar el hombro en el primer Gobierno Vasco de la historia, el de la Bizkaia sitiada, Ortueta lo dejó todo y se vino a defender la casa del padre.
La segunda matrioska es el nacionalismo originario, que ahora quiere cambiar su nombre en español, no sabemos muy bien por qué. Un nacionalismo que lo único que demuestra, con la que está cayendo, al declarar que “España es un lastre” para el País Vasco, es antieuropeísmo; y que se mantiene electoralmente competitivo gracias a individualidades egregias como la del Alcalde de Bilbao, a quien no se le caen los anillos jeltzales por besar la mano de la Reina Sofía. La ideología que de verdad caracteriza al nacionalismo moderado actual no es la del primer Sabino Arana sino la del segundo, a partir de su alianza de intereses con D. Ramón de la Sota y Llano en 1898. Sota y sus seguidores, llamados “fenicios” por los sabinianos, fueron los que organizaron el nacionalismo en las instituciones, igual que lo tenemos hoy. De ahí las dos almas, el péndulo, en la feliz fórmula que explica sus éxitos, y por la que el PNV ha estado mucho más tiempo en el poder con la oscilación de Sota (autonomista) que con la de Arana (esencialista). De lo que jamás hará dejación este partido es de la memoria de su fundador. ¡Qué más quisieran los de Amaiur, cuyo punto central y casi único en su programa es el independentismo! Y es que no ha habido ni habrá independentista vasco más cualificado que Sabino Arana: él registró la patente y la guarda consigo bajo la lápida de Sukarrieta.
Y llegamos a la última matrioska, o primera, según se mire: la propia España. Un país donde la identidad vasca tuvo siempre un papel privilegiado. Donde los vascos gozaron de un nicho ideal en las estructuras del Estado, reconocidos todos como hidalgos, y donde incluso se pensaba que los primeros habitantes de la Península, los íberos, por los restos del idioma que utilizaban, eran un trasunto de sus coetáneos euskaldunes extendidos por toda la piel de toro. La teoría del vasco-iberismo, que sustentaba este principio, estuvo en vigor durante todo el siglo XIX. Vicente de Arana, primo del fundador, cuando publica su leyenda “Los últimos íberos” en 1882, a quienes se refiere, con ese título, es justamente a los propios vascos. Hoy sabemos que Sabino Arana gestó su nación vasca en Barcelona, donde estuvo de 1883 a 1888, entre jesuitas y lecturas de propaganda católica, con “El liberalismo es pecado” de Félix Sardá entre sus favoritas. El nacionalismo vasco procede directamente del integrismo español. El integrismo focalizaba su inquina en los “mestizos”: así motejaba a la inmensa mayoría de los católicos españoles, porque aceptaron vivir en un Estado liberal, empobrecido y aislado internacionalmente por las guerras carlistas que lo asolaron. Lo que ocurrió a partir de ahí, cuando Sabino Arana volvió de Barcelona a Bilbao en 1888, se deduce fácilmente, si tenemos en cuenta el boom minero e industrial que transmutaba entonces la margen izquierda de la Ría, atrayendo a una cantidad ingente de “mestizos” de Allendelebro.
Y ya con las tres matrioskas encima de la mesa, sacadas una de la otra, ¿cabe un relato del País Vasco, de Euskadi o de Euskal Herria que nos escamotee alguna de ellas? Algunos piensan que sí: puro voluntarismo.

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